SEPTIEMBRE II
Curiosamente cuando ingresé en el hospital cuatro de mis cinco hijos estaban en Argentina por diferentes motivos, me hicieron emocionarme bastante cuando tres días después fueron entrando en mi habitación uno detrás de otro, sus gestos y sus miradas solamente decían una cosa : te queremos y te lo vamos a demostrar…
Cambiando de registro: entrar en un hospital es cambiar de mundo, casi diría que de dimensión… Los médicos, las enfermeras, los auxiliares, los enfermos forman un conjunto tan heterogéneo de personas y personalidades diversas que si te pones a observarlos tienes material de estudio para mucho tiempo. Yo me hice amiga de las enfermeras rápidamente, siendo buena y no protestando, que eso no les gusta nada y te ponen la etiqueta de protestona. El médico que me operó estaba encantado conmigo y cada día me iba liberando de una de las “putaditas” –yo las llamo así- que me tenía atada a la cama. A los cinco días ya no tenía sondas y eso me daba libertad para ir al baño sola - cargando con la percha de los sueros ¡ claro!, lo difícil, y esto sí que es una “putadita” bien gorda es orinar dentro de un frasco para que midan la orina que expulsas: un simple pipí se convierte en una complicación tremenda…
Mi hija mayor se reía desde fuera cada vez que escuchaba mis improperios en contra de tal norma. A los siete días me liberaron de todo y ni pastillas para dormir o para el dolor quise tomar ya que luego te acostumbras y es una rémora más a tus espaldas. Por las noches veía la tele con unos cascos de tres metros de largo - para no molestar- y todas las enfermeras que entraban se maravillaban de mi ingenio para entretenerme. Porque esa es otra , en un hospital no se puede dormir más de dos horas seguidas, cuando no son pitos son flautas pero siempre hay alguien que te pone el termómetro a las dos de la mañana o te viene a pinchar en un brazo a las tres…
Os juro que yo no pensaba para nada en mi enfermedad: estaba demasiado ocupada empapándome de todas las historias que me rodeaban, empezando por las de las dos compañeras que tuve (una detrás de otra)
La comida era lo peor, no es que fuera mala o poca es que - la verdad- no es lo mismo que en casa y no olvidemos que yo soy una estupenda cocinera…
Mis hermanos, mis hijos, mi santo esposo… venían todos los días a visitarme, aunque fuera un ratito, para charlar, para traerme libros o lo que necesitara, algunos para decirme directamente lo mucho que me querían, que lo recordase siempre
Aunque me gusta hacerme la dura estas cosas me emocionaban enormemente, tenía la sensibilidad a flor de piel y la lágrima fácil, siempre he sido muy llorona, ahora más, pero mis llantos son de emoción , no de pena.
La verdad es que me han liberado de algo que me estaba matando y eso me hace sentir muchísimo mejor.
Las noches en el hospital eran una feria, un día a las tres de la mañana me desperté bruscamente: alguien gritaba de una manara terrorífica pidiendo socorro…
Voy a dejar esta historia en el aire, seguiré en otro momento, ahora quiero dejaros con un gran abrazo desde el mar.
Lola Bertrand
Curiosamente cuando ingresé en el hospital cuatro de mis cinco hijos estaban en Argentina por diferentes motivos, me hicieron emocionarme bastante cuando tres días después fueron entrando en mi habitación uno detrás de otro, sus gestos y sus miradas solamente decían una cosa : te queremos y te lo vamos a demostrar…
Cambiando de registro: entrar en un hospital es cambiar de mundo, casi diría que de dimensión… Los médicos, las enfermeras, los auxiliares, los enfermos forman un conjunto tan heterogéneo de personas y personalidades diversas que si te pones a observarlos tienes material de estudio para mucho tiempo. Yo me hice amiga de las enfermeras rápidamente, siendo buena y no protestando, que eso no les gusta nada y te ponen la etiqueta de protestona. El médico que me operó estaba encantado conmigo y cada día me iba liberando de una de las “putaditas” –yo las llamo así- que me tenía atada a la cama. A los cinco días ya no tenía sondas y eso me daba libertad para ir al baño sola - cargando con la percha de los sueros ¡ claro!, lo difícil, y esto sí que es una “putadita” bien gorda es orinar dentro de un frasco para que midan la orina que expulsas: un simple pipí se convierte en una complicación tremenda…
Mi hija mayor se reía desde fuera cada vez que escuchaba mis improperios en contra de tal norma. A los siete días me liberaron de todo y ni pastillas para dormir o para el dolor quise tomar ya que luego te acostumbras y es una rémora más a tus espaldas. Por las noches veía la tele con unos cascos de tres metros de largo - para no molestar- y todas las enfermeras que entraban se maravillaban de mi ingenio para entretenerme. Porque esa es otra , en un hospital no se puede dormir más de dos horas seguidas, cuando no son pitos son flautas pero siempre hay alguien que te pone el termómetro a las dos de la mañana o te viene a pinchar en un brazo a las tres…
Os juro que yo no pensaba para nada en mi enfermedad: estaba demasiado ocupada empapándome de todas las historias que me rodeaban, empezando por las de las dos compañeras que tuve (una detrás de otra)
La comida era lo peor, no es que fuera mala o poca es que - la verdad- no es lo mismo que en casa y no olvidemos que yo soy una estupenda cocinera…
Mis hermanos, mis hijos, mi santo esposo… venían todos los días a visitarme, aunque fuera un ratito, para charlar, para traerme libros o lo que necesitara, algunos para decirme directamente lo mucho que me querían, que lo recordase siempre
Aunque me gusta hacerme la dura estas cosas me emocionaban enormemente, tenía la sensibilidad a flor de piel y la lágrima fácil, siempre he sido muy llorona, ahora más, pero mis llantos son de emoción , no de pena.
La verdad es que me han liberado de algo que me estaba matando y eso me hace sentir muchísimo mejor.
Las noches en el hospital eran una feria, un día a las tres de la mañana me desperté bruscamente: alguien gritaba de una manara terrorífica pidiendo socorro…
Voy a dejar esta historia en el aire, seguiré en otro momento, ahora quiero dejaros con un gran abrazo desde el mar.
Lola Bertrand